Eduardo Galeano, pluma y letra desde hace 80 años

Eduardo Galeano (1940-2015), el montevideano apasionado por la literatura, la amistad, el fútbol y la historia de América Latina, nació un 3 de septiembre, hace ochenta años. Sus ensayos, entre ellos el clásico Las venas abiertas de América Latina (1971), signaron a varias generaciones de lectores, intelectuales y críticos del statu quo en los países de la región. Aun en el siglo XXI ese título lo hizo estar presente en el debate público cuando, en abril de 2009, el expresidente venezolano Hugo Chávez le obsequió un ejemplar del libro al entonces presidente estadounidense Barack Obama en la Cumbre de las Américas. Por su compromiso político con la izquierda, Galeano debió exiliarse de Uruguay en 1973, luego de ser encarcelado y amenazado de muerte por las fuerzas represivas. Residió en Buenos Aires, donde dirigió la emblemática revista Crisis, pero, a causa del golpe de Estado de marzo de 1976, tuvo que buscar refugio en España.

Regresó al Río de la Plata en 1984. “Hacía once años que faltaba de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires -escribió-. De Montevideo me había marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no me gusta estar muerto”. En sus días (más de ocho años) en la comarca catalana de El Maresme, gestó una de sus grandes obras sobre América Latina, la trilogía Memoria del fuego.

Este año, la casa editorial de Galeano en habla hispana desde 1971, Siglo XXI, lanzó uno de sus primeros títulos, previo a los éxitos de Su majestad el fútbol (1968), Las venas abiertas de América Latina y Días y noches de amor y de guerra (1978). Se trata de Guatemala. Ensayo general de la violencia política en América Latina (1967), escrito por el entonces joven periodista luego de un viaje a Guatemala, donde entrevistó a los líderes guerrilleros que se oponían a los gobiernos autoritarios que se sucedieron en forma ininterrumpida luego del derrocamiento de Jacobo Árbenz Guzmán en 1954. “Tengo vergüenza porque tengo frío; caminar, aunque los músculos de las piernas estén duros como puños, es mejor que intentar inútilmente dormir sobre el follaje, sin nada para cubrirse y con la transpiración helándose sobre el cuerpo”, escribe en las primeras páginas de Guatemala sobre su experiencia en la selva, en un estilo donde se conjugan el testimonio directo, la narración histórica y la mirada poética. “No se ve otra cosa que jungla espesa. Seguimos caminando en silencio. Ahora, puede verse el cielo hacia oriente. Parece que celebrara algo, el cielo. Algo como su propio sacrificio: se le han abierto las venas, amanece”.

Durante todo el día, y con el hashtag #Galeano, la editorial Siglo XXI invita a recordar al autor, compartiendo textos y lecturas en redes sociales. En el canal de YouTube de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, se puede ver una extensa entrevista al autor de El cazador de historias, la cual acompaña esta nota.

En varios de sus libros, el uruguayo, gran amigo de la Argentina, escribió sobre el oficio de escritor y sobre colegas a los que admiraba. Presentamos una antología breve de esos textos, en el 80º aniversario de su nacimiento.

Por qué escribo/1
Les quiero contar una historia que para mí fue muy importante: mi primer desafío en el oficio de escribir. La primera vez que me sentí desafiado por esta tarea. Ocurrió en el pueblo boliviano de Llallagua. Yo pasé ahí un tiempito, en la zona minera. El año anterior había ocurrido la matanza de San Juan ahí mismo, cuando el dictador Barrientos fusiló a los mineros que estaban celebrando la noche de San Juan, bebiendo, bailando. Y el dictador, desde los cerros que rodean el pueblo, los mandó ametrallar. Fue una matanza atroz y yo llegué más o menos un año después, en el 68, y me quedé un tiempo gracias a mis habilidades de dibujante. Porque, entre otras cosas, siempre quise dibujar, pero nunca me salía demasiado bien como para que sintiera el espacio abierto entre el mundo y yo. El espacio entre lo que podía y lo que quería era demasiado abismal, pero se me daba más o menos bien para algunas cosas, como por ejemplo, dibujar retratos. Y ahí, en Llallagua, retraté a todos los niños de los mineros e hice los carteles del carnaval, de los actos públicos, de todo. Era buen letrista, entonces me adoptaron y la verdad es que lo pasé muy bien en aquel mundo helado, miserable, con una pobreza multiplicada por el frío. Y llegó la noche de la despedida. Los mineros eran mis amigos, y entonces me hicieron una despedida con mucha bebida. Bebimos chicha y singani, una especie de grapa boliviana muy rica pero un poco terrible; y estábamos ahí celebrando, cantando, contando chistes, a cuál más malo, y yo sabía que a las cinco o seis de la mañana, no recuerdo bien, sonaría la sirena que los llamaría al trabajo a la mina, y ahí se acabaría todo, hora de decir adiós. Cuando se acercaba el momento, me rodearon como para acusarme de algo. Pero no era para acusarme de nada, era para pedirme que les dijera cómo era la mar. Dijeron: “Ahora dinos cómo es la mar”. Y yo me quedé un poco atónito porque no se me ocurría nada. Los mineros eran hombres condenados a la muerte temprana por el polvo de sílice en las tripas de la tierra. En los socavones, el promedio de vida en aquel tiempo era de 30, 35 años, y de ahí no pasaba. Sabía que ellos nunca verían la mar, que iban a morirse mucho antes de cualquier posibilidad de verla, ya que además estaban condenados por la miseria a no moverse de ese humildísimo pueblito de Llallagua. Así que yo tenía la responsabilidad de llevarles la mar, de encontrar palabras que fuesen capaces de mojarlos. Y ese fue mi primer desafío como escritor, a partir de la certeza de que escribir, para algo, sirve.

Por qué escribo/2
Si no recuerdo mal, creo que fue Jean-Paul Sartre quien dijo: “Escribir es una pasión inútil”.

Uno escribe sin saber muy bien por qué o para qué, pero se supone que tiene que ver con las cosas en las que más profundamente cree, con los temas que lo desvelan.

Escribimos sobre la base de algunas certezas, que tampoco son certezas full time. Yo, por ejemplo, soy optimista según la hora del día.

Normalmente, hasta el mediodía soy bastante optimista.

Después, de doce a cuatro, se me cae el alma al piso. Se me acomoda en su lugar de nuevo hacia el atardecer, y en la noche se cae y se levanta, varias veces, hasta la mañana siguiente, y así.

Yo desconfío mucho de los optimistas full time. Me parece que son resultado de un error de los dioses.

Según los dioses mayas, fuimos todos hechos de maíz, por eso tenemos tantos colores diferentes como tiene el maíz. Pero antes hubo algunas tentativas muy chambonas que les salieron pésimo. Una dio como resultado el hombre y la mujer de madera.

Los dioses estaban aburridos y no tenían con quién conversar, porque estos humanos eran iguales a nosotros pero no tenían nada que decir ni cómo decirlo porque no tenían aliento. Siempre pensé que si no tenían aliento, tampoco tenían desaliento. El desaliento es la prueba de que uno tiene aliento. Así que tampoco viene tan mal que a uno se le caiga el alma al piso, porque es una prueba más de que somos humanos, humanitos nomás.

Y como humanito, tironeado por el aliento o el desaliento, según las horas del día, sigo escribiendo, practicando esa pasión inútil.

Silencio, por favor
Mucho aprendí de Juan Carlos Onetti, el narrador uruguayo, cuando yo me estaba iniciando en el oficio. Él me enseñaba, cara al techo, fumando. Me enseñaba con silencios o mentiras, porque disfrutaba dando prestigio a sus palabras, las pocas que decía, atribuyéndolas a muy antiguas civilizaciones. Una de esas noches calladas, puchos y vino de cirrosis instantánea, el maestro estaba, como siempre, acostado, y yo sentado al lado, y el tiempo pasaba sin hacernos el menor caso. Y en eso estábamos cuando Onetti me dijo que un proverbio chino decía: -Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio. Sospecho que el proverbio no era chino, pero nunca lo olvidé. Y tampoco olvidé lo que me contó una nieta de Gandhi, que años después estuvo de visita en Montevideo. Nos encontramos en mi café, El Brasilero, y allí, evocando su infancia, me contó que el abuelo le había enseñado el ayuno de palabras: un día a la semana, Gandhi no escuchaba ni decía. Nada de nada. Al día siguiente, las palabras sonaban de otra manera. El silencio, que dice callando, enseña a decir.

De El cazador de historias

1968, Ciudad de México: Juan Rulfo
En el silencio, late otro México. Juan Rulfo, narrador de desventuras de los vivos y los muertos, guarda silencio. Hace quince años dijo lo que tenía que decir, en una novela corta y unos pocos relatos, y desde entonces calla. O sea: hizo el amor de hondísima manera y después se quedó dormido.

La tercera orilla del río
A Guimarães Rosa, una gitana le había advertido: “Vas a morir cuando realices tu mayor ambición”. Cosa rara: con tantos dioses y demonios que este hombre contenía, era un caballero de lo más formal. Su mayor ambición consistía en que lo nombraran miembro de la Academia Brasileña de Letras. Cuando lo designaron, inventó excusas para postergar el ingreso. Inventó excusas durante años: la salud, el tiempo, un viaje. Hasta que decidió que había llegado la hora. Se realizó la solemne ceremonia y, en su discurso, Guimarães Rosa dijo: “Las personas no mueren. Quedan encantadas”. Tres días después, un mediodía de domingo, su mujer lo encontró muerto cuando volvió de misa.

Alejo Carpentier
A don Alejo Carpentier no lo conozco. Alguna vez tendré que verlo. Tengo que decirle: -Mire, don Alejo, yo creo que usted nunca ha de haber oído hablar del Mingo Ferreira. Él es un compatriota mío que dibuja con gracia y con drama. Me acompañó durante años en las sucesivas aventuras de los diarios, las revistas y los libros. Trabajó a mi lado y algo supe de él, aunque poco. Él es un tipo sin palabras. Lo que a él le salen son dibujos, no palabras. Viene de Tacuarembó, es hijo de un zapatero; siempre fue pobre. Y decirle: -En Montevideo, él se ligó varias prisiones y palizas. Una vez estuvo preso durante algunos meses, cerca de un año, creo, y cuando salió me contó que, en el lugar donde estaban encerrados, se podía leer en voz alta. Era un galpón inmundo. Los presos se amontonaban uno encima del otro, rodeados de fusiles, y no podían moverse ni para mear. Cada día uno de los presos se paraba y leía para todos. “Yo quería contarle, don Alejo, que los presos quisieron leer El siglo de las luces y no pudieron. Los guardias dejaron entrar el libro, pero los presos no pudieron leerlo. Quiero decir: lo empezaron varias veces y varias veces tuvieron que dejarlo. Usted les hacía sentir la lluvia y los olores violentos de la tierra y de la noche. Usted les llevaba el mar y el estrépito del oleaje rompiendo contra la quilla del buque y les mostraba el latido del cielo a la hora en que nace el día, y ellos no podían seguir leyendo eso”.

Pablo Neruda
Estuve en Isla Negra, en la casa que fue, que es, de Pablo Neruda. Estaba prohibida la entrada. Una empalizada de madera rodeaba la casa. Allí, la gente había grabado sus mensajes al poeta. No habían dejado ni un pedacito de madera sin cubrir. Todos le hablaban como si estuviera vivo. Con lápices o puntas de clavos, cada cual había encontrado su manera de decirle: gracias. Yo también encontré, sin palabras, mi manera. Y entré sin entrar. Y en silencio estuvimos conversando vinos, el poeta y yo, calladamente hablando de mares y de amares y de alguna pócima infalible contra la calvicie. Compartimos unos camarones al pil-pil y un prodigioso pastel de jaibas y otras maravillas de esas que alegran el alma y la barriga, que son, como él bien sabe, dos nombres de la misma cosa. Varias veces alzamos nuestros vasos de buen vino, y un viento salado nos golpeaba la cara, y todo fue una ceremonia de maldición de la dictadura, aquella lanza negra clavada en su costado, aquel dolor de la gran puta, y todo fue también una ceremonia de celebración de la vida, bella y efímera como los altares de flores y los amores de paso.

1984, París: Van los ecos en busca de la voz
Mientras escribía palabras que querían a la gente, Julio Cortázar iba haciendo su viaje, viaje al revés, por el túnel del tiempo. Él estaba yendo desde el final hacia el principio: del desaliento al entusiasmo, de la indiferencia a la pasión, de la soledad a la solidaridad. A sus casi setenta años, era un niño que tenía todas las edades a la vez. Pájaro que vuela hacia el huevo: Cortázar iba desandando vida, año tras año, día tras día, rumbo al abrazo de los amantes que hacen el amor que los hace. Y ahora muere, ahora entra en la tierra, como entrando en mujer regresa el hombre al lugar de donde viene.

De Amares

Nota completa en: https://www.lanacion.com.ar/cultura/eduardo-galeano-desvelo-escritura-80-anos-su-nid2437755