Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925-Roma, 2019) nunca tuvo la menor intención de prepararse para este momento. Disponía de planes, libros en marcha. La voz de contratenor dictaba a diario a Valentina, su asistente, para seguir edificando su prolífica obra. Había nuevas ideas, volvía a menudo a la reescritura de párrafos enteros de viejas novelas que guardaba en el cajón. En la mano, el cigarrillo que le acompañó siempre (hasta que Philip Morris finiquitó la maldita producción y tuvo que cambiar de marca). Y sobre los ojos, que fueron apagándose lentamente en los últimos años, siempre unas gafas enormes con unos cristales que le permitían descifrar algo de luz y formas en su ceguera consumada ya por el glaucoma. “La oscuridad no se puede combatir. No hay nada que hacer. Hay que agarrarse a la memoria, repasar”, lamentaba en su apartamento del barrio de Prati . A partir de ahora, será la memoria y sus personajes quienes se agarren a él para siempre.