El cantautor, historiador y poeta murió la semana pasada, a los 54 años
Una despedida a Gabo Ferro
La semana pasada murió Gabo Ferro. Salvo su círculo más intimo, pocos sabían que estaba enfermo y la noticia, además de asombrar, despertó el dolor, la admiración, la incredulidad. Representante de una generación que en los primeros ’90 se quemó con el punk, desde 2005 emprendió una carrera solista frondosa y exuberante, de elementos acústicos pero imposible de encasillar en el folk. Prolífico, editaba un disco por año: la voz siempre estaba por delante de canciones en apariencia sencillas pero recargadas de poesía e influencias inesperadas. Gabo hacía dialogar todo lo que le interesaba: la música popular, el rock, la poesía rioplatense, el teatro, la vida queer, el psicoanálisis, los derroteros del deseo. Grabó con Luciana Jury, con Pablo Ramos, con Flopa, con Sergio Ch; publicó libros como historiador –había dejado su banda hardcore, Porco, para dedicarse a la academia– y como poeta; trabajó sobre Artaud con Emilio García Wehbi y protagonizó una ópera interpretando a El Astrólogo de Roberto Arlt. Lúcido y barrial, su búsqueda resultaba fascinante y su partida en este año tenebroso tiene algo de la tristeza inexorable que exploró en su trabajo, sin pausa y hasta el fin.
Su cuerpo tenía algo elástico, de bailarín y de fauno, la barba y el pelo en los brazos, los ojos oscuros y filosos, de párpados pesados, la sonrisa gigantesca: un animal mitológico, sexual y antiguo. Así se lo veía en el escenario, a pesar de que estaba solo con su guitarra y su voz tan difícil de definir, porque parecía virtuosa pero no había sido educada, porque era andrógina, porque podía ser muy dulce pero también de una ferocidad temible. Gabo cantaba como un joven dios y sabía decir: pronunciaba con una claridad decidida que no dejaba dudas, una dicción envidiable y bastante rara en el rock argentino. Escribir “rock” respecto de Gabo es extraño, porque él mismo tenía una relación ambigua con el género y abrazaba las expresiones de otras músicas populares. Sin embargo se sentía una lejana parte del rock, lo vivía desde la periferia, su lugar natural y el que investigó en la vida, en los libros, en las canciones.
Lo primero fue una guitarra bella y triste, después la sorpresa de la voz y la enumeración: el narrador miraba su casa, sus cosas, un inventario de la compañía y de la ausencia, como cuando se observa lo que quedó después de una catástrofe para aferrarse al recuerdo y a la vida de los objetos: “Una falda turca de un ajuar/ Y un retrato grabado sobre madera rosa/ Serenidad escrito en una lengua muerta/ Con sangre de niño y de casadera/ Y sobre un formidable insecto embalsamado/ Con los ojos picados por querer aparearse/ Con las alas cuarteadas y todavía con sangre/ Una imagen tuya conmigo fuera de plano”. La canción es una inauguración y una síntesis: el lenguaje inesperado, sin condescendencias, la desdicha del abandono, lo doméstico y la intimidad como refugio y como la intemperie más cruel, porque no hay nada más desolado que una casa triste y silenciosa. La melancolía impregnaba las canciones de Gabo y tambien su poesía y sus libros y todas sus incursiones creativas: cuando editó en 2013 La primera noche del fantasma –aquel disco con la pintura “Mi vida es un tango” de Marcia Schvartz en la portada–, le dijo a Radar en una entrevista que había intentado trabajar con los “materiales de la alegría” y todo se fue al diablo. “Lo que vi fue que trabajar con esos materiales no resultaba en algo que se relacionara con la felicidad”, explicaba. “Me parecía un paradigma de la vida misma: ¿cuántas veces uno colecciona elementos que supuestamente van a concluir en felicidad y no ocurre así?”.
Hay tanto en las canciones de Gabo que habla de oportunidades perdidas y de decepciones. Pero en su lírica no hay queja o, en todo caso, hay mucha más furia. Y cierta noción de claroscuro y grandeza, como si una ruptura fuese el equivalente a un terremoto, una inundación, una catástrofe natural. En la película Melancolía, el cineasta Lars Von Trier compara la depresión con el fin del mundo y esa exageración no es tal: así se siente el desgarro de la rotura del amor. Lo que Gabo hacía como nadie era disfrazar ese mar de fondo desdichado de tal modo que, para muchos, sus canciones podían parecer luminosas, pero es sólo el reflejo de la nieve en la montaña, un sol frío que enceguece y lastima. “¿Éramos infelices o sublimes?”, se pregunta John Ashbery en su poema “Honestly”. En esa duda trabajó Gabo Ferro, tratando de equilibrar la carne viva con la técnica impecable: “sólo tenemos ciencia para tanto dolor”, cantaba. No sé si, en los últimos años, se vio a algún otro artista argentino tan desnudo sobre el escenario, tan valiente en la soledad radical: parte de la fascinación de un público que lo adoraba sinceramente, con una admiración cercana (“quiero ser su amiga”, me decía una de sus fans más fieles) era tratar de arropar y acompañar ese despojarse. Gabo Ferro, sin embargo, podía con su fragilidad. Un disco por año. Escribir, investigar, respetar a sus colaboradores, tomar decisiones sobre discográficas y salas y compañeros de ruta, el cuidado del arte de los discos, la elección de los fotógrafos que tomarían su imagen. Quería hacerlo cada cosa con cuidado y en detalle, con calidad obsesiva, nada era a lo que te criaste y todo era con respeto a la tradición elegante de Leonardo Favio y David Bowie y María Elena Walsh.
Ese primer título era, además, una toma de posición. Gabo Ferro no eligió hacer de su sexualidad una militancia explícita pero sus canciones de amor, desamor y enojo para y sobre hombres eran disruptivas incluso cuando la intención era la dulzura: el caso de “Costurera carpintero”, hoy resignificada en un himno a la niñez (y después) trans resultó insólita entonces, porque no se había cantado sobre esa cuestión, no de esa manera ni con ese tono. Quizá sea más impactante, sin embargo, “El amigo de mi padre”; ahí donde “Costurera…” hablaba de un futuro en el que el género no era esencia, “El amigo…” es sobre el pasado. Una chacarera gay que, a pesar de cierta euforia en voz y guitarra, hablaba sobre el clóset, los hijos criados con padres de vidas partidas que podían ser felices en esos momentos robados a la convención pero eran fogonazos en la injusticia: “El amigo de mi padre era su peor secreto/ Un silencio compartido, para nadie era un misterio, para mi no había misterios/… Y cuando le preguntaba como era su familia me decía que tenía una doble biografía, cosa que yo no entendía…/ Mi padre era mejor padre cuando a su amigo veía”. En la canción, el padre ya está muerto y en el cielo, con su amigo, se muestra desafiante. Pero sabemos que los fantasmas quieren la justicia en vida: en el mas allá, la reparación llega tarde.
Gabo comparaba su vida con vestidos y ajuares; deshojaba margaritas, enumeraba jardines y frutas y flores, placares, alacenas, la luz en la cocina. Se enfurecía con los hombres crueles, como en la inolvidable “El cuadro de mi daño” (2007, Mañana no debe seguir siendo esto): “Mientras amás a otros/ Me mirás desde lejos/ Admirando tu obra, la de mayor tamaño/ El cuadro de mi daño/ Me decís con orgullo que soy tu lienzo más importante/ Que sienta alegría, no sienta dolor/ Que cualquiera no es tela de nadie/ Que hay hombres para ser hombres nomás/ Y hay hombres para ser arte”. En sus palabras estaban Olga Orozco, Marosa Di Giorgio, hasta Adélia Prado: imposible no pensar en Gabo con los primeros versos del poema “Tan bien aquí” de la brasileña: “Fuera de que alguien me ama/ Nada sé de mí”. Es casi la misma voz de “Puesto a germinar” (2016) en El lapsus del jinete ciego: “Hoy soy un cuerpo puesto a germinar/ Un preludio de tu nombre”. Desordenaba la norma hétero de los rockeros y músicos de su edad –salvo excepciones– con tranquila firmeza. Era historiador: sabía que visibilizarse era una decisión y que el autor siempre estaba detrás de las palabras. Así fueron cambiando también algunas de sus metáforas, la del agua por ejemplo. Si en muchas canciones fue purificadora, cuando llegó “El tabú del agua” en 2013 estaba hablando de su casa en Mataderos inundada, de los discos de su padre salvados de la mugre, con un piano terrible y cuerdas ominosas que anunciaban una Buenos Aires que se oscurecía. “Vamos que viene la noche y se va el sol/… Collar de piedras y bichos, negro y marrón vendaval”. Lo mismo pasaba en la elección de sus investigaciones: bandidos, monstruos y maravillas, vampiros. Monstruosidad y anormalidad en la organización de la Nación: eso le interesaba. También la insatisfacción: los últimos años estuvieron marcados por la búsqueda de compartir voces y registros, de encontrar hermandades, de rastrear. Todas las colaboraciones son únicas e interesantes (en la ópera, la experimentación, el teatro, con Flopa, con Pablo Ramos, con Luciana Jury); el reciente Historias de pescadores y ladrones de la Pampa Argentina con Sergio Ch. impresiona por su cercanía desvergonzada al rock, porque fue de los menos (injustamente) escuchados y por un ambiente algo siniestro, de fogón visitado por Mandinga. “Corona de caranchos” es límite, conurbano, los años ‘70. “Ojos al cielo”, dice, “me entrego descalzo”.
También en su segunda década recrudeció el apelativo, hablarle a Otro y a si mismo en un extraño monólogo, lo que te da terror te define mejor, soltá, no te alcanza, qué tenés para mí, soy todo lo que recuerdo y vos todo lo que has olvidado, por qué no llorás un poco, vos que andás bailando tanto, oí cómo se desploman las ruinas de esta historia. Le decía a Radar sobre esta apelación: “Mis canciones son urgentes. Quiero contarlo todo en dos minutos, la duración me la apropié del punk. No tengo tiempo. No puedo crear un personaje. Entonces sale el ‘vos’. Mi idea es correrme inmediatamente, quiero tener poco que ver con lo que le pasa al que escucha. Cada disco y cada vivo es un trabajo de desaparecer. Cuando canto, no estoy”.
“¿Por donde vendrá el amor? ¿Por dónde vendrá la muerte?”. Gabo se preguntó esto tantas veces, en tantas canciones. La muerte y la partida solían tomar forma de caballo. Desde el que iba a usar en Amar, temer, partir: “Voy a montar un caballo que sepa el camino a casa/ Será lento y perfumado, el camino y el caballo”. Dispara la superstición escuchar “El enterrador y la muerte” o “La silla de pensar”, que dice “La vida no sobra/ La muerte nos obra” o “Cuando el futuro se fue” de El veneno de los milagros, el disco con Luciana Jury: “Donde veas mi cuerpo nunca estaré/ Donde suene mi voz ahí es donde estoy”. Todo el arte es profecía. Toda vida es otra cosa. En 2016, cité a Gabo en un cuento que, además, es el título del libro donde quedó incluido: “Las cosas que perdimos en el fuego”. Un grupo de mujeres decide arrojarse a hogueras encendidas por voluntad propia como forma de protesta ante la violencia machista, en un futuro paralelo. Usé “Ahí va tu cuerpo al fuego”, porque imaginaba la ceremonia en el campo como un rito de volumen bajo y altísima intensidad. Creo que no vi a Gabo desde entonces. Lo había entrevistado mucho, pensaba que era el momento de que otros periodistas pudieran pensar su trabajo y, además, siempre iba a estar ahi, ¿no? Cuando quisiera ir a verlo, escribirle, avisarle que iba a un show, ¿cómo no iba a contestarme? Lo fui posponiendo, como se posponen las cosas que nos parecen permanentes. Tengo a mi lado su libro Recetario panorámico, elemental, fantástico y neumático (2015). Está dedicado. Dice “gracias por acompañar siempre”. Yo respondo: perdón, porque no acompañé como debía. No me gusta presumir estas medallas. Es que no sé cómo decirle a Gabo que lo quiero y avisarle que no, que las canciones y la voz y las palabras no son suficientes, ni de cerca, querido. Ni de cerca.
Este artículo forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con las columnas de Mariano Del Mazo, Luciana Jury, Cecilia Di Genaro y Gabo Ferro
Nota completa: https://www.pagina12.com.ar/299572-una-despedida-a-gabo-ferro