El mandatario renunció forzado por las Fuerzas Armadas, luego de que estas interpretaran que el dictamen de la OEA reclamaba el retiro de Morales, y no la repetición de los comicios.
Los teóricos en las ciencias políticas han coincidido en que puede darse una definición globalizadora y objetiva del término “golpe de Estado”, conclusión teórica y técnica que fue tomada por la propia Real Academia Española. Se lo puede determinar como “una acción violenta llevada a cabo por fuerzas militares o rebeldes que buscan quedarse con el gobierno de un Estado. Supone la sustitución de las autoridades existentes y el cambio de mando de las instituciones estatales por imposición”.
Habrá que repasar siguiendo este texto consensuado lo ocurrido en Bolivia el domingo, para definir si efectivamente se trata de un fenómeno político de esta naturaleza. Esa mañana Evo Morales había convocado a nuevas elecciones presidenciales, luego de reconocer que el informe de la Organización de Estados Americanos (OEA) confirmaba que no podría avalar el llamado del 20 de octubre luego de detectar severos hechos concretos de fraude en el escrutinio. Morales resolvió también el reemplazo de los miembros del Tribunal Electoral y la constitución de uno nuevo para fiscalizar las próximas elecciones, con integrantes de la oposición. Luego del desesperado llamado, comenzaron a copar las calles del país movilizaciones convocadas por la oposición; en algunos casos violentas. Evo Morales pidió a las fuerzas armadas y de seguridad que intervengan, a lo que estas le respondieron que no acatarían sus órdenes de represión. Hasta este punto, pese a la terminal crisis, todo transcurría dentro de lo estipulado por las instituciones. El problema surgió cuando las Fuerzas Armadas Bolivianas forzaron su salida del poder, interpretando que el dictamen de la OEA reclamaba el retiro de Morales, y no la repetición de los comicios.
Esto derivó en un mensaje en el cual el presidente anunciaba su renuncia para evitar una escalada de violencia; que igualmente sucedió al ser detonados su propio domicilio particular y el de varios de los principales dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS). Luego se produjo una invasión de la casa de gobierno boliviana, encabezada por Luis Fernando Camacho, un empresario vinculado a los negocios energéticos, que había sufrido expropiaciones de sus empresas en 2006, al comienzo del gobierno de Morales. Camacho, sin ningún cargo electo en su currículum, entró con una bandera de su país y una Biblia, anunciándose como el encargado de “devolver a Dios al Palacio de Gobierno”.
Son estas dos acciones – la militar de “sugerir” esa renuncia y la invasión del civil sin ningún tipo de mandato institucional- lo que técnicamente permiten definir los hechos ocurridos anteayer en Bolivia como un “golpe de Estado”. Concretamente, en el punto en que se habla de “una acción violenta llevada a cabo por fuerzas militares o rebeldes”.
Definido entonces que efectivamente se trató de un golpe de Estado, y como tal condenable, habrá que repasar la actitud de Evo Morales antes de los acontecimientos que terminaron con la violencia política del domingo pasado. Morales tenía todo para convertirse en el “bolivariano” más exitoso; de todos los que gobernaron la región siguiendo esta polémica y complicada (y no siempre democrática) ideología populista.
Los datos económicos de su gestión hablan de un crecimiento anual constante en todos sus años de gobierno, con un piso de incremento del PBI de 4,1% en 2017 y techo de 6,7% en 2013. La inflación anual promedio (un mal crónico de sus antecesores) alcanzó el 1,7%, mientras que la desocupación anotó el 4,2 % de su población. En la última colocación de deuda que lanzó Morales, Bolivia logró en marzo de 2017 unos 1.000 millones de dólares a 11 años pagando una tasa de 4,5% anual; tomando sólo un tercio de lo que le ofertaron fondos de inversión de todo el mundo. Sin embargo, en lugar de terminar su faena de tres períodos e ir por un lugar en la historia del progresismo latinoamericano (compartiendo cartel quizá con el chileno Ricardo Lagos o el uruguayo Pepe Mujica); decidió autoboicotear su legado e intentar convertirse en otro autócrata más que intentó mantenerse en el poder forzando elecciones inconstitucionales, planificando un burdo fraude (hubo mesas en las que Evo fue votado por el 99% de los sufragios, y donde, curiosamente, concurrieron un 20% más de las personas habilitadas). Evo Morales, de esta forma, bombardeó su propio legado y dinamitó su lugar en la historia.
Habrá llegado el momento de mirar hacia delante. Si se quiere ir a una región racional, democrática, republicana y que sea tomada institucionalmente seria desde el mundo desarrollado (que pese a sus problemas contemporáneos y sus habituales movilizaciones populares; está lejos de vivir eventos como los que se observaron en este continente); los extremos deberán comenzar a entenderse en algunos puntos en común. La centroizquierda tendrá que ser definitoria y fulminante en condenar actitudes como la intención de forzar reelecciones constitucionalmente prohibidas como la de Evo Morales. Esto además de definir de una vez al régimen de Nicolás Maduro como una dictadura donde se violan los derechos humanos y no se respetan las instituciones. En el caso de la centroderecha, no se deberán acompañar más y se tendrán que condenar urgentemente aventuras civiles y militares como las de Bolivia de los últimos días. Además de aceptar sin violentar las instituciones cuando las elecciones son ganadas por partidos o alianzas de izquierda o progresistas.
En el muy corto plazo; ambos extremos políticos deberán ser muy firmes en reclamar tanto en Bolivia como en Venezuela urgentes elecciones libres y democráticas; que permitan que soberanamente los ciudadanos puedan elegir sus representantes, respetando además las instituciones republicanas. Para el mediano o largo plazo, los países latinoamericanos deberán profundizar la institucionalidad de sus gobiernos e ir por un objetivo más ambicioso. Es obvio que la OEA, tal como está hoy establecida, ha dejado de tener el prestigio y la representatividad necesaria para continuar ejerciendo el rol de fiscalizadora del continente. Deberá reformular su rol, reconvertir su funcionamiento, rearmar su prestigio y, quizá, hasta abandonar su sede en Washington para instalarse en cualquier ciudad latinoamericana que garantice su independencia regional. Tendrá que ser financiada únicamente por estados Latinoamericanos y ser conducida por exjefes de Estado o hombres de los países de América Latina; que den garantía de republicanismo, defensa de la democracia y respeto por las instituciones. Nombres con prestigio sobran.
Los empresarios de la región también tendrán que reflexionar. El 23 de febrero de 1981, y mientras se desarrollada la votación de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno español, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, irrumpió en el Congreso de los Diputados al grito de “Quieto todo el mundo”. Se iniciaba un intento de golpe de Estado en España, que luego de casi siete horas después fracasó ante la posición democrática del rey Juan Carlos I; que vestido con uniforme de Capitán General de los Ejércitos, se dirigió a la Nación para defender la Constitución Española.
La historia contemporánea española conoce a este golpe fallido como uno de los hitos de su democracia moderna, y de los años de crecimiento que siguieron luego y que llevaron a ese país a casi tres décadas de desarrollo sostenido. Además de la posición de toda la clase política, incluyendo el rey; y del apoyo popular a la democracia; se reconoció con el tiempo la presencia de un apoyo fundamental, para que cualquier intento de alterar la república monárquica fracasara.
Jesús de Polanco, el creador del grupo Prisa y, hasta su muerte, uno de los empresarios más poderosos de España; recordó que una de las claves del éxito de su país en la última parte del siglo XX y los comienzos del XXI; fue el haber contado entre sus colegas, a muchos de los más fanáticos defensores de la democracia. Explicaba que la mayoría de los dueños de los grandes grupos económicos españoles de su tiempo, fueron educados en países europeos donde la democracia era una forma de vida conseguida luego de los fuegos de la segunda guerra mundial; y que se criaron en sus empresas con criterios modernistas y aperturistas, contrarios al fanquismo. Polanco definía que sin este empuje institucionalista de los privados, hubiera sido imposible que España superara rápidamente las vetustas trabas ideológicas heredadas de los años de Franco; y le permitieran convertir a España en uno de los países con instituciones más sólidas y más modernos del mundo. Quizá sea el momento de pedirle a América Latina la presencia de una clase empresaria similar a aquella que ponderaba Polanco.
Por Carlos Burgueño
cburgueno@ambito.com.ar
Para Ámbito Financiero
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Luego del fracaso y de las críticas formuladas por vastos sectores sociales a los programas neoliberales de la década de los noventa, surgen nuevos proyectos políticos regionales post-neoliberales que presentan propuestas innovadoras de articulación entre lo político y lo social.
En ese marco, quizás la experiencia que más interés suscita es la de Bolivia, que se inicia institucionalmente con el triunfo del Movimiento Al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP), liderado por el líder el campesino-cocalero Evo Morales Ayma, experiencia que el presente libro pretende analizar desde una mirada no eurocéntrica, que invite a imaginar un “nosotros latinoamericano” para pensar el mundo.