Se cumplen 130 años del nacimiento del escritor argentino que con obras como “Veinte poemas de amor para ser leídos en el tranvía” y “En la masmédula” cambió para siempre la manera de escribir, entender y disfrutar la poesía
Con una obra que se inició con Veinte poemas de amor para ser leídos en el tranvía, Oliverio Girondo, nacido el 17 de agosto de 1891, articuló una voz singular, influida por las corrientes vanguardistas europeas, que renovó temas, estilos y lenguajes para inscribirse en una genealogía que junto a Jorge Luis Borges y Raúl González Tuñón revolucionó la poética argentina. Ese libro de Girondo, publicado en Francia en 1922, en solo mil ejemplares y con ilustraciones del autor, le dio un nuevo sentido a la poesía no solo por la autonomía plena del lenguaje en su capacidad para transgredir los límites de las palabras, sino también por la disposición gráfica de los vocablos.
Rupturista y desafiante de las convenciones del lenguaje, el poeta alimentó con su obra la vanguardia latinoamericana, que encarnaría también el peruano César Vallejo, autor de Los heraldos negros. Nacido en una familia adinerada, Girondo tuvo la oportunidad de viajar a Europa con la promesa de estudiar Derecho, pero lejos de ese objetivo se puso en contacto con las nuevas corrientes estéticas y literarias, pasando previamente por el colegio inglés Epsom en Londres y el Arcueil, de Francia, de donde lo expulsaron por arrojarle un tintero a un profesor de geografía que habló de “los antropófagos” que vivían en Buenos Aires, a la que mencionó como “capital de Brasil”. Gestos transgresores que caracterizaron su vida y su manera de ejercer el arte incorporando a su existencia actitudes y consignas de los dadaístas y surrealistas.
En el plano de lo lingüístico, abogó por las rupturas, los caligramas, y dio cuenta del inconsciente recurriendo a lo onírico, llegando a la escritura automática. Con ese nuevo lenguaje describió la vida de una ciudad veloz y de gran movimiento, en la que no faltaban la naturaleza ni los escarceos amorosos, así como los viajes que caracterizaron su vida. En 1925 publicó Calcomanías y en 1932 Espantapájaros, libro que publicitó con un desfile en una carroza destinada a cortejos fúnebres y seis caballos; alquiló además un local en la calle Florida, atendido por chicas jóvenes que vendían el libro, y en un mes se agotó la edición.
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